Perfenezco a esa generación educada en los posos del franquismo. Pudimos haber gozado de una escuela libre, que nos hubiera hecho crecer en libertad, igualdad, y otros principios que brillaban por su ausencia y que nos hubieran facilitado la vida a todos, mujeres y hombres. Pero no fue posible. Nada pudieron hacer todos los que lucharon por aquella otra escuela: acabaron con la boca cosida a dolor. Y nosotros, felices ignorantes, crecimos con las primeras ideas que pregonaban que la letra con sangre no entra, como si fuera un gran descubrimiento español de los años setenta y ochenta… Solo cuando empezamos a salir del cascaron peninsular, vimos el desaguisado y dejamos de culparnos por esos errores que nos llevaban a tropezar una y otra vez sobre las mismas piedras…
Ahora, cuando escribo, pienso en aquellas mentes «brillantes» que educaron durante generaciones niños y niñas machacados por los prejuicios y la falta de libertad. Esa escuela que tanto defienden los que nos quieren devolver a ella. No, con sangre no entran. Lo que las letras hacen con la sangre es salir. Es el dolor lo que nos ha hecho a muchos escribir. Despertar no ha sido un camino sencillo. Y ,a veces, incluso me parece que dormida se estaba mejor. A veces, el mundo duele de forma insoportable.